
Llegué con Cecilia a la "Unidad Tecnológico" cuando comenzaba el verano. Luego de perdernos durante horas por casas, casas y mas casas del mismo color y el mismo estilo dimos con nuestra cerrada y nuestra casa: Cerrada de Cigüeña, Casa 29, un paraíso de casas ordenadas como fichas de dominó en tono crema y áreas verdes escasas y descuidadas.
Las casas 27 y 25 aún estaban en obra negra en ese entonces. Para nosotros estaba muy bien, eramos una pareja joven que solo necesitábamos un sitio pequeño y cómodo para llegar por las noches y cenar juntos. Cecilia había recién terminado un diplomado sobre comercio internacional y yo estaba por comenzar la maestría en esa universidad en el bajío tan lejos de nuestra familia y amigos. Me costó tanto convencerla, pero al final apelando a que yo la había apoyado en todos sus proyectos aceptó ir conmigo a ese olvidado paraje de la República y tratar de buscar trabajo en alguna de las empresas que comenzaban a establecerse en la zona.
No resultó como pensábamos. Pasaron los meses y nunca pudo acomodarse en ninguna empresa. Y en la que tal vez tuvo alguna oportunidad no quiso aceptarla porque el ambiente no le pareció apto para su desarrollo. Así que Cecilia se quedó en casa tratando de ordenar lo poco que trajimos en cajas y además se encargó de tratar de traer los servicios básicos como el cable y el teléfono a nuestro nuevo hogar.
Desde el primer día algo me dijo que no iba a funcionar pero mi terquedad y mi resolución a quedarme hicieron que pasara largas horas platicando con ella. Me decía que no había visto a ningún vecino en todos esos días, que había saludado a un hombre que se venía a las casas de enfrente y no le había devuelto el saludo, dijo además que había un gato y que cuando se descuidaba entraba y robaba comida, tenía miedo de que hubiera ratas, alacranes, arañas, no estaba segura de que las protecciones resistieran el ataque de la delincuencia, el agua de la llave le parecía turbia y por momentos un molesto olor a canal de aguas negras se metía hasta en los rincones más íntimos de la casa. La encontré llorando muchas veces desconsolada.
Para aumentar su descontento, las habitaciones de la planta alta no estaban terminadas y los cables de la instalación eléctrica aparecían por aquí y por allá. Decidimos quedarnos en la planta baja y ocupar el cuarto que en el folleto ilustrativo de la constructora decía que era el cuarto destinado al personal domestico, a la sirvienta pues, un cuarto pequeño y que daba al patio donde se tendía la ropa y estaba el calentador.
La tormenta comenzó días antes del desastre, debimos haberlo visto. Una tarde mientras poníamos unas repisas en la sala nos sorprendió una lluvia veraniega ligera y llena de luz que al final formó un arcoiris, llamé a Cecilia para mostrárselo desde la ventana pero ella me llamó alarmada pues había descubierto una gotera en uno de los cuartos de arriba. Con mucha prisa llevamos todas las cosas al cuarto de servicio y a la sala. Desde aquella noche dormimos apretados en un cuarto lleno de triques y cajas con nombres precisos sobre su contenido. Curiosamente algún efecto tuvo ese amontonamiento porque esa primera noche Cecilia se tornó cariñosa y hasta alegre, hicimos el amor toda la noche y por la mañana la descubrí cantando mientras hacía el desayuno.
Las tormentas tienen calmas engañosas, cielos como mantos que parecieran indicar que lo peor ha pasado pero que para hombres de mar y climatólogos sugieren una inevitable vorágine de agua, espuma y vientos aullantes. Eso sucedió precisamente. Dejé aquella mañana a Cecilia en nuestro hogar que ahora si sentíamos nuestro pensando que todo estaría bien. Por la tarde llegué acompañado de una oscura tormenta. Comimos en silencio, puse cubetas en todo el piso de arriba y una jerga en la entrada por si las jardineras se llenaban y brincaban algunas gotas hacia la entrada. Trabajé un poco sin que el agua cesara, Cecilia hizo té, nos fuimos a acostar. Esa noche ella se abrazó a mi con todas sus fuerzas cuando veía el resplandor del relámpago en la ventana o cuando esperaba el inevitable trueno. Me sentía tan macho en mi papel protector que la animé diciéndole que no tenía nada porque temer. En la madrugada hacia las tres un grito me despertó: era Cecilia que queriendo ir al baño había encontrado un charco, que no un arroyo que tímidamente se dirigía desde nuestra ventana abriéndose paso por la habitación esperando desembocar por la entrada. Saque mil jergas, ni siquiera supe cuando las había comprado pero el piso quedó cubierto de esa tela gris cremosa con rayas naranjas y rojas. Le dije que llamaría a la constructora para que vinieran a poner algún tipo de protección por la mañana.
Nuestras llamadas nunca encontraron respuesta, ya ni siquiera nos ponían musiquita relajante, simplemente el número ya no existía. Como hombre del hogar le dije que pasaría por el centro comerial que recién habían abierto sobre la autopista, yo me haría cargo, ¡si señor!.
Aquella tarde llegué un poco antes de lo esperado armado hasta los dientes con silicòn frío, barras de silicón para pistola caliente, yeso, plastilina hepóxica, un par de cubetas rojas (mi color favorito) y claro, más jergas. Pase varias horas hasta que se hizo de noche aplicando y tapando, colocando e inventado un campo de fuerza que nos protegiera de futuras inundaciones. Esa noche nos quedamos sin luz y cenamos con velas. Prendí mi radio de pilas y busqué alguna estación, encontré una débil señal de una estación que pasaba jazz, lo tomé como un buen augurio. Besé en la frente a Cecilia y nos acomodamos para dormir.
La tormenta llegó antes de la media noche cuando ya estábamos dormidos, los relámpagos hicieron temblar los cristales de la casa y el viento hinchaba puertas y ventanas, cuando comenzó a llover parecía que arrojaban peces desde el cielo porque los vidrios crujían. Con una lámpara comencé a revisar la casa y descubrí que tímidos hilillos de agua comenzaban a serpentear hacia el interior de la casa... no había tiempo para detenerlos, comencé a levantar papeles, zapatos, cajas de cartón y las amontoné sobre las sillas, sobre la cama, sobre la mesa del comedor. Cecilia brincaba en calzones y con mi camisa por toda la casa buscando sus cosas para ponerlas a salvo. Tomó la computadora y la puso encima de todo lo que ya estaba acumulado sobre la mesa. Detuvo a mis documentos de la escuela cuando eran arrastrados hacia la puerta, los extendió sobre un sillón. Prendimos velas que terminaban por apagarse con gotas muy decididas, nuestra linterna antes brillantes se volvió de luz ambarina. Derrotados y habiendo salvado gran parte de nuestros tesoros volvimos a la cama. Nos asomamos en la orilla como quien ve el mar desde un bote salvavidas. El agua antes tímida ahora corría por nuestra casa sin apenas reparar en nosotros. La tranquilicé diciéndole que toda tormenta termina por ceder y que a la mañana siguiente ya toda el agua se habría ido, además ya no había relámpagos. Escuchamos el agua y miramos el techo, tan oscuro como el cielo en un huracán. No pasó mucho tiempo antes de que volvieran los truenos y el cielo lanzara mas peces. Nuestra cama comenzó a moverse, a balancearse movida por las olas, los objetos que habíamos apilado se caían perdiéndose en la oscuridad como glaciares en el calentamiento global, como meros polvorones. Nos abrazamos. La cama crujía, la puerta se abrió y pude ver a mis cubetas rojas navegar por nuestra habitación hasta un remolino y salir de nuevo por donde habían llegado. La caja con los regalos de la tía Amelia las siguió pero no pudo alcanzarlas porque mojada como estaba terminó por hundirse derramando su contenido. Cecilia chillaba muerta de miedo, me llamó tirano, me dijo que ella nunca había querido venir a ese horrible lugar, me dijo que sus cremas seguramente terminarían en manos de los vecinos y por último me mentó la madre. Yo la apreté contra mí y no la dejé seguir hablando, me sujeté como pude a la cabecera de la cama y jalé las cobijas para taparnos.
Entre relámpagos, corrientes de aguas y cubetas flotantes nos abandonamos a la tormenta, nuestra cama-bote parecía sucumbir con cada nuevo embate, sin rumbo, sin dirección, sin timón y sin esperanza lloramos, reímos, nos enojamos y finalmente nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente el sol me recibió con sus potentes rayos, me encontraba en una costa desconocida donde sobresalían rocas de cartón cubiertas con vegetación de trapos y papeles, caminé abandonando el bote, la cama. Cecilia no se veía por ningún lado. Agotado tomé la maquina de escribir del piso y la volví a colocar sobre la mesa. Televisión, refrigerador y estufa, todo estaba húmedo. El césped de fotocopias brillaba con delicadas gotas de agua bien agarradas. La puerta estaba abierta, la escalera era una cascada seca. Nada prendía, nada funcionaba... y sobre el estéreo una nota rápida: "Me voy, atte: Cecilia. No me busques".
Amanecí en una costa desconocida, en un país sin nombre, arrojado por el mar a una tierra hecha de papel, cartón y recuerdos, todo me parecía conocido pero no podía siquiera nombrarlo con una palabra, agotado me senté en una roca que me recordaba a mi computadora. Lloré. Lloré por Cecilia, por nuestras cosas, por nuestro sueño de una vida feliz, por nuestros proyectos... lloré por el pinche contrato que había firmado con la constructora y que seguramente ahora iba camino al mar, a un mar de verdad...
Abatido me recogí en mi mismo sobre la roca computadora y miré hacia la puerta. "No me busques" dijo..., pues eso es precisamente lo que no haría. Ahora con la luz de la mañana podía abrirme paso entre las espesas matas de periódico y unisel, podía enfrentarme a serpientes eléctricas que chisporroteaban por doquier, "No Cecilia, no te voy a perder" me dije a mi mismo.
Antes de partir miré a la casa que yacía como un cetáceo encallado devorado por las gaviotas. Armado tan solo con mi abollada hombría al cinto y con el corazón extraviado me lancé tirando machetazos a diestra y siniestra internandome en la jungla. Quien sabe que peligros encontraría pero no me detendría hasta encontrar a mi amada. La tormenta me lo había quitado todo... ¡pero no me arrebataría a mi vieja, eso si que no señor!.
Avancé decidido, sobre la arena, sobre las copias.
Con amor para mi esposa Graciela, a quién no conocía pero ya imaginaba.
Avancé decidido, sobre la arena, sobre las copias.
Con amor para mi esposa Graciela, a quién no conocía pero ya imaginaba.
Estación Creel, Bocoyna, Chihuahua, México
Durante las lluvias del verano que vinieron a calmar los incendios.
Durante las lluvias del verano que vinieron a calmar los incendios.
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